“El clima es como tu pelo”, balbuceaste la tarde de ese
septiembre en que un tornado nos trajo hasta acá a vos, a esta vaca que no da
leche y a mí.
domingo, 21 de julio de 2013
lunes, 15 de julio de 2013
Deber ser
Le dijeron que tenía que adelgazar, que debía aumentar el
tamaño de sus pechos, que era necesario que se alisara el rostro tras despertar
y tapara sus cabellos blancos cada veinte períodos iguales de veinticuatro
horas. Que era prudente que siendo mujer midiera unos centímetros más de altura,
por lo que tendría que pararse sobre tacos o plataformas -a elección- y caminar delicadamente
con ellos, sin perder femineidad. Que su rostro no era tan perfecto –argumentaron
que ningún rostro lo era-
y que lo mejor era maquillarlo para resaltar determinados rasgos y ocultar lo
que llamaban defectos. Que en algún momento iba a entender la existencia de
palabras solo pronunciables por hombres, pero que había tiempo para eso. Que las
damas tienen un comportamiento al que deben apegarse porque, si se mueven
mucho, se les puede desabrochar el corpiño y provocar al sexo masculino, aunque
también le aclararon que evite la palabra sexo. Que las mujeres deben evadir
cualquier goce individual. Que no es propio que rían a carcajadas. Que no tienen
que bailar como lo sienten, sino como se les impone. Que no se tienten a jugar
a ningún juego que no las posicione en su rol familiar asignado, puesto que
representa un gran peligro para el buen funcionamiento de la sociedad
reproductiva. Que no pueden quejarse, ni luchar, ni organizarse. Que no deben
descuidar a su marido. Que tras procrear -requisito
obligatorio- solo
pueden dedicarse a sus hijas y a sus hijos. Que es mejor que no lean. Que es
mejor que no piensen. Que es mejor que no sueñen. Que es mejor que no sean.
Cuando fue grande descubrió que muchas mujeres desaparecían,
como si las hubiera abducido un ovni o tragado la tierra: no le costó descubrir
por qué.
miércoles, 3 de julio de 2013
Dicen que sus ojos
Seguramente otras personas ya lo habían notado, pero era la
primera vez que yo, a mis casi siete décadas de tránsito por acá, veía algo por
el estilo.
Dicen que vivió mucho tiempo en esta cuadra; lo cierto es
que no tengo registro de eso. Para mí, contemplado a la distancia, pudo haberse
tratado del invento de algún personaje aburrido del barrio que se escapó de un
cuento del realismo mágico, incluso mío o del gato gordo que todavía obstruye
cada día a partir de las once de la mañana la luz que podría entrar por la
ventanita de la cocina.
La cuestión es que este hombre, de baja estatura y mucha
edad, dicen, tenía la misma mirada que tuvo cuando era niño. Tenía, sí. No,
por favor no vaya usted a confundirse: no hablo de ningún rasgo fisonómico. Si digo
que tenía la misma mirada que a los
cuatro o cinco años no me refiero a lo que puede devolver un espejo o captar
una cámara fotográfica de la época, sino a su propia capacidad de observar el
mundo.
Se hizo público cuando se enamoró y se desilusionó y nunca
más, dicen, se pudo enamorar.
Jamás conoció a alguien que pudiera despojarse de sus
adultos prejuicios y entregarse por completo a la lúdica actividad de
disfrutar. Murió solo, dicen, antes de ayer o hace casi una eternidad.domingo, 23 de junio de 2013
De puntos de fuga
-A ese
punto que está allá, fijo, lejos, ¿lo ves? Ahí vamos.
-No lo
veo, no estoy seguro de querer ir.
-¿Por
qué? ¿Porque no lo ves o porque sí lo veo yo?
-Por
ambas cosas. ¿Cuál sería ese punto? ¿Me lo señalás?
-Ahí,
justo ahí. Por donde iría una luz de láser si saliera de mi dedo. Igual, no vas
a poder verlo como yo.
-¿Y si
cambiamos de lugar?
-Es lo
mismo. Tus pupilas seguirán siendo las tuyas y mis pupilas, mías.
-¿Por
qué elegiste ese punto?
-Porque
es lo que quiero…
-Mirándolo
desde acá.
-No,
mirándolo desde siempre.
-¿Qué
es siempre?
-Antes.
-¿El
pasado?
-Todo.
Siempre es todo. Lo que no pasó, todavía no existe, entonces no se cuenta como
siempre.
-¿Y
cómo sabés que no te vas a perder?
-Porque
no dejaré de mirar el punto.
-¿Y si
te distraés?
-No me
distraería…
-¿Y si
aparece un obstáculo?
-Los
obstáculos no existen.
-¿Y si
ya estuvieras ahí?
-¿Ahí,
dónde?
-En
ese punto fijo.
-¿De
qué punto hablás vos?
-Mirá,
seguí mi dedo. Como si una luz saliera de él.
-Ah,
ese… No me interesa.
-¿Por?
-Porque
ahí no hay música.
-¿Cómo
sabés?
-Escuchá…
Siempre estuvimos acá.
-¿Qué
es siempre?
-Todo.
-¿Dónde
es acá?
-Siempre.
martes, 18 de junio de 2013
Té con limón
Los animales comen polenta en el fondo del patio mientras
rasco cáscaras de limón para el té de la tarde. El té de la tarde tendrá como
invitadas a Maribel y Agustina. Agustina llegó por primera vez a esta casa
luego de que el primo Tito cortara con Celeste, la chica de las trenzas rubias;
muchas son las pistas que llevan a suponer encuentros previos a la separación
con la susodicha, aunque no existen pruebas al respecto más que el incipiente
niño con la misma marca de nacimiento que Tito en el brazo izquierdo parido por
Agustina cuatro meses después; la partera jamás confirmó el tiempo de gestación.
La confirmación de asistencia de Maribel nunca llega a tiempo, suele suceder
que dicha notificación arriba incluso después que ella, como si Maribel viniera
a cococho de una liebre y la confirmación viajara en el caparazón de una
tortuga. La tortuga que teníamos en la huerta, que con una naturalidad similar
a la de los más hábiles espantapájaros lograba mantener las frutas y verduras
libres de aves, fue devorada hace treinta y tres días por el perro Juan, ese
que apareció junto a la puerta, en una canasta de mimbre, en septiembre del ´99.
En ese mismo año, la abuela Roberta –de parte de quien el primo Tito recibió
nombre por el ´78-
impuso la costumbre de que cada tarde de junio se haría una reunión para tomar
el té con cáscara fresca de limón entre las mujeres que con frecuencia
caminaran por la casa y que los animales comerían polenta del día -aunque ya fría- en el fondo del patio.
Las mujeres que con frecuencia caminaban por la casa llegaron a la casa; la
abuela Roberta las recibió, serví las tazas de té, y noté que esta etapa del
año transcurriría otra vez sin que nadie se preguntara quién era yo.
viernes, 14 de junio de 2013
La que ya no tuvo más sombra
Después de haber fantaseado -ella
y nadie sabe cuántas más-
con todo lo que haría si pudiera ser la mujer invisible diez horas -para qué podrían servirle
once o doce-;
cuando al fin probó el jarabe ácido que convirtió en transparente su carne, su
boca y su mirada -por
lógica también su piel y todo lo demás-,
únicamente pudo llorar y recordar que nunca pudo aprender a nadar.
sábado, 27 de abril de 2013
Shiohn
Se levantó una ráfaga de viento dispuesta a hacer las
confesiones más dolorosas del otoño, esas que se instalan una vez al año como
las celebraciones transitivas de lo que desde casi todas las perspectivas se
denomina tiempo. De golpe, noventa y siete hojas amarillas volaron con
violencia por sobre mi cabeza, bordeándome el cuerpo cuidadosamente, sin intención
de hacerme cosquillas ni llorar. Una risa se burló de mí a una distancia que
solo podía oírla y, bien dirán por ahí, si no la hubiese oído, jamás habría
existido. ¿O sí? Esa pregunta suele aparecer nada más que con los sonidos,
discriminando a ese sentido de los demás: nadie se anima a poner en duda la existencia
de una persona en los momentos en que nadie la ve, la huele, la lame, la toca.
¿Y si grita? ¿Qué pasaría si en esa soledad en la que está inmersa se anima a
gritar porque nadie la ve, la huele, la lame, la toca? La expresión no llegaría
a destino, pero -decía
la melancólica, porteña y ucraniana poetisa Julia Prilutzky Farny- también podríamos ser el
mismo grito. Aunque ahora no logro recordar si eso era lo que decía ella o lo
que yo interpretaba de lo que decía, lo cual nos lleva al mismo punto de
partida: si nadie la hubiese leído, ¿qué habría sido su poesía? ¿Y la lluvia?
¿Existiría?
Esa tarde en que el otoño, las hojas y las confesiones, aprendí
que todo eso estaba en mí. Porque una monja me pasó por el costado derecho y
observó únicamente mis pies a la distancia que separaba su rostro del piso, con
eso le bastó para despreciarme sin decírmelo ni que yo la escuche. Me senté en
el cordón, acomodé la cara entre mis manos y escupí algunas lágrimas por los
ojos. No sentía vergüenza, sí lástima por un paisaje de ese gris que jamás se
parecerá a la mentira de la mezcla entre un blanco y un negro y sus extremos.
Un tipo se sentó al lado mío y me puso una campera. Sin agradecerle y
respetando el monotemático silencio, le dije mordiéndome los labios que no
había entendido nada. Sé que me interpretó, porque ni bien aparté la tela que
me cubría, me ayudó a soltarme el pelo, aunque para cuando empecé a sentirme
acompañada otra vez, ya otra persona andaba por ahí dudando de mi existencia.
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