Él pasa su mano por
la superficie de la arena. Luego la entierra y la retira con un puñado de esa
extraña masa desintegrada en pequeñas partículas que intuye conocer pero, en
verdad, desconoce. Busca en su morral una tela blanca que sabe que no tiene,
aunque con esmero aparece. La coloca sobre su pierna extendida y, encima de
ella, expande lo poco que quedó de arena en la palma de su mano.
Aparece un caracol a
su lado. Lo acerca a su oído y escucha la melodía de Stairway to heaven. El caracol se convierte en un parlante que deja
cuidadosamente, para no derramar la arena, sobre el suelo. Acerca su cara a la
pierna y observa los granos dispersos en la tela. Entonces descubre su misterio:
algo de lo que jamás había leído era tan cierto como la fortaleza con que las
olas rompían en la orilla de la playa en la cual no estaba.
Él pasa su mano por
la superficie de la arena, otra vez. No es un dejá vú y lo sabe, pero no a
ciencia cierta. Ni a ciencia exacta. Tampoco a cierta exacta a quien recuerda
con nostalgia; puede pasarle con suavidad las manos por la cadera aunque ya no
esté. Pero se escama y es una sirena que vuelve al mar y se le escapa, porque
él no sabe nadar. Vuelve en sí y observa los granos de arena en la tela blanca,
se detiene en uno oscuro que entre la multitud no resalta. Intenta agarrarlo con
su pulgar y su índice, mas las dimensiones no lo llevan a buen puerto. Se
acuerda entonces de aquella tarde en que desembarcó en la ciudad vacía, la
misma que se había muerto unos meses atrás, luego de su partida.
El pequeño mundo
oscuro, que no puede distinguir entre negro y marrón, queda albergado bajo la
uña de su dedo índice izquierdo. Resuelve que debe ser otro, no el mismo, ya
que es diestro en cuanto a habilidad manual. Comienza a rememorar la lectura de
aquel manual de instrucciones que perdió en una de las tantas mudanzas de
religiones. Muchas noches había pasado peinando a su amada antes de que se
quedara calva, así que piensa en realizarle una peluca con algas al cangrejo
que pasa a su lado. Enseguida sonríe por lo ridícula que le quedaría.
Encuentra en la tela
blanca otra partícula oscura y se pregunta qué la compone y cuál es su ínfima
utilidad en tal inmensidad. Busca cuidadosamente su atado de filipmorris y le saca el celofán para
guardarla dentro. Lo suelda para protegerla y lo archiva. Él vuelve a su casa.
En el camino piensa en lo lejos que está de cualquier playa, de cuando aún
existían las playas, y cuántos como el grano de arena que tiene guardado habrá
pisado al transitar.
Una mano gigante baja
del cielo e intenta sujetarlo entre un índice y un pulgar. Logra esquivarla a
tiempo. Al llegar a su casa y mirarse en el espejo ve que una de sus orejas
parece un caracol y nota que en su mente aún suena Led Zeppelin.
Él pasa su mano por
las cuerdas de la guitarra.
Buenas,
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